En la mañana del 4 de julio de 2024, Aldo Rosso salió de su casa en El Valle, Caracas, impecable como siempre y tras haberse tomado una taza de café. Se despidió con un abrazo, como cada vez que salía a la calle, y le dio la bendición a su hija, Jyuli, quien lo miró con la misma confianza de siempre: la de saber que volvería en pocas horas.
“Voy a la reunión y regreso”, le dijo.
Ella se quedó esperando, como cada tarde. Esperó el mensaje, la llamada, el sonido de la puerta. Pero esa tarde —y todas las que han seguido desde entonces— llegó solo el silencio.
—Sentí que me arrancaron el alma —dice ahora Jyuli, con la voz quebrada.
Tuvieron que pasar casi 36 horas para que alguien les confirmara que a Aldo lo habían detenido. No sabían el porqué, ni quién se lo había llevado, ni dónde lo tenían. Solo sabían que ya no estaba. La incertidumbre duró seis días. Hasta que, de lejos, desde la calle, Jyuli logró verlo en la sede de la Policía Nacional Bolivariana en Maripérez.
—Estaba de pie, flaco, más encorvado que antes. Yo solo pensaba: ¿por qué no vuelve a casa?, ¿qué le hicieron?, ¿qué va a pasar ahora?
Entonces supo que su mayor temor se había hecho realidad: el régimen de Nicolás Maduro secuestró a su padre simplemente por pensar distinto.
Nunca debió pasar
Aldo Rosso cumplió 70 años entre barrotes. No debió haberlo hecho. La ley venezolana establece que los adultos mayores de esa edad no deben permanecer detenidos en centros de reclusión preventiva. Pero allí sigue: en una celda de la PNB de La Yaguara acusado por el régimen, sin pruebas, de participar en un supuesto sabotaje al sistema eléctrico nacional.

Jyuli insiste en que su papá ni siquiera llegó a una reunión convocada aquel día para el inicio de la campaña presidencial. Lo interceptaron cerca de su casa, sin orden judicial, sin testigos, sin explicaciones. Durante seis días, la familia no supo ni siquiera si estaba vivo.
—Cuando por fin me permitieron verlo, no parecía él mismo —dice—. Había perdido peso, me dijo que lo tuvieron aislado, en una celda que llaman “La Pecera”, sin comida, sin agua.
La Pecera es una celda de vidrio ubicada dentro de la sede de la Dirección de Investigaciones Penales en El Helicoide. Es un espacio cerrado, sin ventilación adecuada, visible desde el exterior, donde los detenidos están bajo observación constante, según han denunciado defensores de derechos humanos. No hay privacidad ni descanso.
En esas condiciones, sin alimentación regular ni acceso a agua, la salud de Aldo comenzó a deteriorarse con rapidez.
Un venezolano ejemplar
En su comunidad de El Valle lo conocen como maestro de obras, como hombre solidario, como el vecino que busca soluciones para los demás incluso si él no tiene nada. Nunca fue a la universidad, pero sabía leer planos y levantar casas con las manos. “Tiene la universidad de la vida”, dice su hija.
Trabajó en PDVSA Gas durante años. Era caporal, jefe de cuadrilla. Hasta que firmó contra Chávez y lo despidieron. Desde allí supo que pensar distinto en Venezuela se estaba convirtiendo en un delito. Pero lejos de atemorizarlo, la idea lo impulsó a entrar en la política para cambiar esa realidad.


Desde entonces se afilió al partido Voluntad Popular y se convirtió en un activista constante. “Yo no descansaré hasta ver a Venezuela libre”, le decía a Jyuli. “No quiero irme sin ver que ustedes pueden vivir como yo viví una vez: con trabajo, con dignidad, con futuro. Todo eso yo quiero dejártelo a ti, para que tú se lo inculques a mis nietos”.
Esa convicción sigue intacta, a pesar de todo.
—Cada vez que lo visito me dice lo mismo: “Yo te necesito fuerte. Si tú te quiebras, yo me hundo aquí adentro”.
Lo esperan en casa
La casa está más callada sin él. En ella viven solo Jyuli y sus dos hijos: uno de 13 años, que ha tenido que entender más de lo que debería a su edad, y una niña de 3, que aún no puede comprender lo que ocurre.
—Ella le dice “papá”, porque él es la figura paterna que ha tenido. Entra a su cuarto, se acuesta en su cama, pregunta si ya volvió. Le decimos que está de viaje, que pronto regresa. Pero ella siente ese vacío, lo siente todo el tiempo.

Lo que tampoco entiende Jyuli es por qué el caso sigue estancado. El expediente está allí, sin apertura de juicio. Los fiscales renuncian, los jueces se cambian, el informe médico que podría justificar su liberación por razones de salud no ha llegado.
—Tiene hipertensión, diabetes, una hernia que le duele todos los días. Pero ni siquiera han autorizado su traslado a un hospital.
En febrero, un médico forense fue a verlo. Lo examinó. Prometió entregar el informe. No ha pasado nada desde entonces.
Dentro de tanta injusticia, Aldo al menos puede recibir la visita de sus familiares, un derecho que sabe que no le garantizan a todos los presos políticos como él. Las visitas son breves, insuficientes para calmar el dolor, pero al mismo tiempo reconfortantes.
Cuando el dolor lo abruma, cuando le dice que ya no aguanta más, que necesita salir a trabajar, a pasear con sus nietos, Jyuli escucha a Aldo con paciencia. Luego, lo abraza y le recuerda que no está solo.
—Estamos vivos —le dice—. Y eso es lo que importa ahora.
Entonces él respira hondo, se seca las lágrimas y le responde:
—Sí, tienes razón. Por ellos es que sigo firme.
La meta de Aldo Rosso sigue siendo la misma que antes de ser encarcelado: ver a Venezuela libre. Para él, la lucha no es abstracta. Tiene nombres, rostros, habitaciones vacías. Y una niña que lo sigue esperando en su cama cada noche.