El teléfono sonaba una y otra vez, pero nadie respondía.
Tadeo miraba la pantalla, volvía a marcar, y el silencio se hacía más pesado con cada intento.
El día anterior, habían estado reunidos en Los Cortijos, en la oficina donde siempre se encontraba el equipo del Equipo Municipal de Activista (EMA) del municipio Sucre, estado Miranda. Era martes, y como cada semana, habían repasado las visitas a las comunidades, los proyectos pendientes, la próxima jornada en Caucagüita.
“Nos vemos mañana temprano, Pipo”, le dijo Tadeo al despedirse.
“Listo, hermano, allá nos vemos”, respondió él, sonriendo como siempre.
Pero el miércoles 16 de octubre de 2019, Edmundo “Pipo” Rada nunca llegó.
Al principio, Tadeo pensó que era un retraso. Luego empezó a llamar. Una vez, dos, tres. Nadie contestaba.
Intentó concentrarse, no alarmar a los compañeros, pero algo dentro de él se tensaba.
“Pipo siempre avisa”, pensó. “Si no contesta, es porque algo pasa”.
Las horas comenzaron a pesar como piedras.
Y mientras el teléfono seguía en silencio, Tadeo sintió —sin saber cómo— que esta vez no habría manera de ir a rescatarlo.
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Antes de que la política lo llamara dirigente, Pipo ya era el hermano mayor que defendía a todos.
En La Vega de Petare, donde crecieron, las puertas de su casa nunca estaban cerradas. Cada día llegaban vecinos en busca de una ayuda, una cita médica, una solución. Su madre, Nelly Josefina, trabajó casi toda su vida en la alcaldía de Sucre. Tenía un don: hacer de su hogar una extensión del despacho municipal. Entre tazas de café, papeles y voces cruzadas, enseñó a sus cuatro hijos que servir no era un gesto heroico, sino una forma de vivir.
“Ella nos enseñó que uno no puede darle la espalda al que sufre”, recuerda Tadeo.
Pipo creció en ese ruido de barrio, entre reuniones improvisadas y ollas de sopa. Era inquieto, solidario y, a veces, peleón. En el colegio defendía a sus hermanos; en la calle, mediaba entre vecinos; y si algo le parecía injusto, lo decía sin miedo. Tenía esa mezcla de carácter y ternura que más tarde lo haría líder.
Una tarde, en el barrio El Tanque, detuvo una máquina que iba a destruir un terreno comunitario. La alcaldía de Sucre, bajo la primera administración de Carlos Ocariz, había enviado una cuadrilla para construir una cancha de fútbol sin consultar a nadie. Pipo se subió al tractor, le quitó la llave al conductor y gritó:
—Aquí nadie hace nada sin preguntar.
Los vecinos salieron en su defensa. La policía también llegó, pero lo que quedó de ese día fue la unión del barrio. La acción obligó a la alcaldía a consultar a los ciudadanos sobre el proyecto. De aquel día salieron varias propuestas: la de Pipo fue un campo de béisbol menor. La idea arrasó. El campo se construyó.
Pero aquella vez, más que una obra, nació una forma de entender el poder: desde abajo, con la gente.
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A la política llegó por Tadeo. En un principio, el político era él, no Pipo. Pero su hermano insistía en que ese carisma que tenía en la calle podía servir para algo más grande.
“Él tenía fuego en la gente”, recuerda Tadeo.
Así, casi por insistencia fraterna, corrigieron un número en la cédula y lo inscribieron en las primeras elecciones internas abiertas, directas y secretas de un partido político en Venezuela: Voluntad Popular. Pipo las ganó en Petare.
Todavía no se asumía como dirigente, pero ya lo era.
El punto de quiebre llegó una mañana en la Universidad Metropolitana, cuando escuchó a Leopoldo López hablar de La mejor Venezuela: un país donde todos los derechos fueran para todas las personas, donde la libertad no fuera un privilegio. Fueron esas las palabras que necesitaba escuchar para entender, como le decía siempre Tadeo, que la labor social debía ir acompañada de la política. Entonces no hubo vuelta atrás: Se dedicó a formarse, a darle forma al partido, a defender a Leopoldo de la persecución del régimen chavista. Se enamoró del partido. Y así fue hasta su último suspiro, dice Tadeo.

Por esos años, Adriana Pichardo, actual coordinadora política de Voluntad Popular, lo conoció en una jornada social en su querido Petare. Lo recuerda siempre rodeado de gente, entregado, sonriente, sin distinguir entre trabajo político y comunitario. Venía de años de organizar comedores populares, de escuchar antes de actuar, de entender las carencias desde adentro.
Esa experiencia, dice Adriana, fue la que lo moldeó como dirigente: su liderazgo había nacido en la calle, en medio de las necesidades de su gente.
Pipo también trasladó su faceta de protector a su manera de hacer política, junto a sus hermanos de partido. En las protestas de 2014, recuerda Adriana, era de los que cuidaba a todos, sobre todo a las mujeres. Buscaba dónde cubrirse, las tranquilizaba, las animaba a resistir ante la brutal represión en las manifestaciones.
Con el tiempo, se convirtió en el rostro más cercano de Voluntad Popular en Petare. No era un político de oficina. Era el hombre de la palabra firme y la sonrisa fácil, el que aparecía cuando el Estado no llegaba. Su sueño era sencillo y enorme a la vez: un municipio Sucre con servicios que funcionaran y una alcaldía descentralizada.
“¿Por qué la gente tiene que ir hasta Petare para resolver algo?”, solía decir. “Si el gobierno no llega, nosotros llegamos”.
Esa terquedad en estar donde el poder no estaba lo hizo querido por su gente, pero también lo volvió incómodo para quienes no soportaban su forma de hacer política: desde abajo, con la gente y para la gente, siempre con la democracia y la libertad como bandera.

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El 15 de octubre de 2019, Tadeo y Pipo se reunieron como cada martes en la sede del EMA Sucre. Al despedirse, acordaron verse al día siguiente. “Nos vemos mañana temprano”, le dijo. Pero al amanecer, los mensajes quedaron en visto, las llamadas sin respuesta.
A las nueve de la mañana del 16 de octubre, su teléfono sonaba ocupado. A las diez, también. Al mediodía, Tadeo comenzó a llamar a todos: a Luis Somaza, a Roland Carreño, a los compañeros del partido. “No prendan las alarmas todavía”, le dijeron. Pero él lo sabía. “Si Pipo estuviera en otra cosa, me lo habría dicho”.
La tarde se volvió angustia. En el local donde trabajaban juntos empezaron a llegar vecinos, militantes, amigos. Organizaron grupos para buscarlo: hospitales, comandos policiales, morgues. Nada.
En Petare comenzó a correrse la voz: “Pipo está desaparecido”.
En la noche llovía con fuerza. En la redoma de Petare, Tadeo se acercó al módulo del FAES. Preguntó si había un detenido llamado Edmundo Rada. El funcionario lo miró y soltó una frase que aún lo persigue:
—Vayan a buscar su muerto por otro lado.
Tadeo recorrió media Caracas sin resultados. En casa, su madre lo llamaba sin cesar: “Consíguelo, por favor, consíguelo”. Pero esa vez no pudo.
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La mañana del 17 de octubre, Adriana Pichardo recibió una llamada. Todavía lo recuerda: Eran las 6:45 am. Era Tadeo.
—Pipo no aparece desde ayer. No llegó a dormir a su casa. Estamos muy preocupados. Ayúdame a saber si está preso, a ver qué pasó con él.
Adriana lo escuchó en silencio. Por dentro, algo se le revolvió. Durante años había acompañado casos de persecución política, detenciones arbitrarias y desapariciones forzadas. Sabía cómo se sentía ese vacío que deja el miedo cuando se vuelve certeza. Sintió un peso en el estómago, un presentimiento que prefería no nombrar. Algo le decía que Pipo no estaba vivo.
Al amanecer de ese jueves, Tadeo volvió al local. No había dormido. Se reunió con los mismos compañeros de la víspera, los que ya sabían cada número al que llamar, cada sitio donde preguntar. Volvieron a dividirse: unos fueron a hospitales, otros a los retenes policiales. Él intentaba mantener la calma, pero por dentro algo se había roto. “Ya no está”, pensó. No sabía por qué, pero lo sentía en el cuerpo, como una punzada en el pecho. Se apartó un momento, se sentó en una acera y lloró en silencio.
Luego se secó la cara, respiró hondo y siguió. Fue con dos compañeros a la Fiscalía de Derechos Fundamentales para hacer la denuncia. Esa mañana empezaron a contactar a los medios, a contar que Pipo no aparecía, que algo terrible había pasado. El partido se movilizó completo. A partir de allí todo fue correr, insistir, esperar.
Entonces Tadeo recibió otra llamada.
Le avisaron que habían encontrado un cuerpo calcinado en Guaicoco. Le pidieron que fuera, porque solo mostrarían el cuerpo a un familiar directo.
Cuando llegó, un paño cubría el cuerpo.
“¿Está preparado para ver?”, le preguntó un funcionario.
No lo estaba, pero asintió.
El cuerpo estaba calcinado. Tenía golpes, fracturas, y dos disparos detrás del cuello. Cuando intentaron levantarlo, una pierna se desprendió.
“Era mi hermano”, alcanzó a decir. Y el mundo se detuvo.
Pipo había sido ejecutado. Lo mataron el mismo día en que Venezuela era elegida como miembro del Consejo de Derechos Humanos de la ONU.

El régimen de Nicolás Maduro quiso disfrazar el crimen como un “crimen pasional”. Pero la familia no dudó. Todavía hoy, a seis años de su muerte, nadie lo duda: Pipo fue asesinado por su activismo político, por su voz, por su trabajo con la gente.
Las señales son claras: días antes de su desaparición, Pipo había cumplido una tarea que para él representaba un reto enorme. Había organizado y acompañado un recorrido por Petare del presidente interino, Juan Guaidó. La caminata fue emotiva y vibrante: vecinos saludando, militantes acompañando, la energía de la gente reflejando la ilusión de cambio que Pipo siempre buscó. Para él, fue un momento de orgullo y también de riesgo; Adriana recuerda que ese día marcó, sin saberlo, un punto final en su camino. Como tantas veces, había desafiado al sistema, había dado pasos adelante por la verdad, por la democracia, por la libertad. Ese esfuerzo y esa valentía lo definieron hasta el último instante de su vida.
Pero su asesinato también envió un mensaje. Para Voluntad Popular, la muerte de Pipo fue un golpe cruel y directo, un recordatorio del miedo que podía infundir el régimen. Las primeras horas después de la noticia se llenaron de dolor, indignación y temor, recuerda Adriana: ¿hasta dónde podían llegar?
Sin embargo, con el paso de las horas, la memoria de su fortaleza se convirtió en fuerza para quienes lo conocieron, dice. La convicción de continuar, de honrar su vida y su lucha, superó el terror que el régimen quiso imponer.

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Después vino el silencio.
Las reuniones de los domingos se convirtieron en ceremonias de ausencia. La madre de Pipo, Nelly Josefina, no volvió a ser la misma. Murió un año y medio después, de tristeza.
Pero el tiempo no borró a Pipo.
Su nombre sigue vivo en las calles de Petare, en los murales del barrio, en los niños que juegan béisbol en el campo que ayudó a rescatar.
Hoy, cada vez que Tadeo pasa por esos mismos cerros, escucha su voz en los callejones, entre el bullicio del barrio. Y se dice a él mismo: No muere quien no se olvida.
Por eso Pipo está más vivo que nunca.