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“No digas la palabra ‘preso’”: El dolor de un año sin Superlano

Aurora tiene siete años. Y desde hace uno, borró una palabra de su diccionario personal: preso. La escuchó de su madre y desde entonces, apenas alguien la menciona, ella interrumpe y dice: “No digas esa palabra porque no me gusta. Mi papá no está preso. Mi papá está en un sitio… detenido, como otros políticos, pero nada más”.

Quizás lo hace, también, para proteger a su hermana menor, Amelia, de cuatro años. Como si, a fuerza de silencios, pudiera detener la realidad. Como si su papá pudiera estar de regreso más pronto si no se dice lo contrario. Como si al no pronunciar esa palabra, dejara de ser verdad.

Su mamá, Aurora Silva, ha aprendido a respetar el pacto. A sostener la compostura cuando las niñas preguntan por su papá. Y en la soledad de la madrugada, cuando ya no hay que ser fuerte para nadie, llora. Llora por la niña que dice que su papá está “en un sitio”, por la otra que aún no puede entender por qué dejó de llamarlas a diario, por el hombre al que no ve desde hace un año, al que ni siquiera ha podido escuchar.

Ese hombre es Freddy Superlano.

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La última vez que su esposa lo vio fue el 28 de julio de 2024. Era el día de las elecciones presidenciales. Freddy llevaba semanas en la clandestinidad, pero insistió en ir a Barinas, su tierra natal, para ejercer su derecho al voto y luego ir al velorio de su abuela Mercedes, quien había muerto el día anterior. En el velorio, con carros del Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (SEBIN) rondando, se despidió de su esposa con un beso y le dijo: “Nos vemos el miércoles”.

Pero el miércoles Freddy no llegó.

El martes 30 de julio, Aurora recibió una llamada. Era Renso, el primo de Freddy. Estaba agitado, casi gritando: “Nos está persiguiendo el SEBIN… Nos van a agarrar”. Después: “Nos agarraron. Listo, nos agarraron”. Y colgó.

Pasaron siete días hasta que Aurora supo oficialmente que Freddy estaba en El Helicoide. Siete días en que fue considerado desaparecido. Siete días en los que no hubo más que incertidumbre y silencio.

Desde entonces, nada. Nada de llamadas. Nada de visitas. Nada de fe de vida, salvo la ropa que sale sucia y ella la devuelve limpia. Freddy está aislado, incluso de otros presos. Aurora no sabe si ha sido torturado físicamente, aunque después de un año de compañía con otras mujeres familiares de presos políticos y defensores de derechos humanos, sabe que el aislamiento total es un tipo de tortura psicológica.

El caso de Freddy es “muy pesado”, dicen los funcionarios que se limitan a negarle el derecho de verlo. Ni siquiera su abogado ha podido acceder a él. Nada cambiará eso, salvo una llamada de “presidencia”, le dicen con desdén los funcionarios en El Helicoide, acaso como una burla.

Pero “presidencia” tiene a más de 900 presos políticos tras las rejas. El terror es su política de Estado.

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Antes de que su mundo se redujera a visitas prohibidas, audiencias postergadas y videollamadas sin respuesta, Aurora conoció a Freddy en la calle. Era el año 2015. A ella le apasionaba el tema social; él ya era diputado de la Asamblea Nacional. Hablaba de justicia, de comunidad, de cambiar las cosas desde abajo. Desde el primer encuentro Aurora admiró su humanidad y cercanía con la gente. Notó que podía llegar de sorpresa a cualquier comunidad en Barinas, conversar con los líderes, tomarse un café, escuchar y construir juntos. 

Fue ese activismo parte de lo que la hizo quedarse.

Freddy creció en Barinas, en una casa donde la política se respiraba gracias a sus padres, ambos activistas. En los almuerzos se debatía sobre democracia, economía, poder. No era un tema lejano, era parte de la vida cotidiana. Allí nació su vocación: no la de mandar, sino la de transformar.

En 2009, cuando Voluntad Popular aún no era partido político sino movimiento ciudadano, Freddy fue uno de los primeros en levantar su bandera en Barinas. Lo hizo en un estado donde la hegemonía chavista parecía indestructible. 

Con el tiempo, su nombre dejó de pertenecer solo a los llanos y comenzó a escucharse en otras esquinas del país. Visitó caseríos del Zulia, mercados en Anzoátegui, escuelas en Mérida. Escuchaba. Anotaba. Prometía poco, pero hablaba con la firmeza de quien sabe lo que cuesta caminar cada metro de carretera. Esa constancia, dicen quienes lo acompañaron, es lo que lo volvió una figura nacional. No buscó imponerse; más bien, sembró. Y con paciencia, recogió frutos.

Adriana Pichardo, actual coordinadora adjuta de VP, lo vio de cerca en los años más oscuros. Cuando el exilio, las cárceles y la persecución se cernían sobre la familia de Voluntad Popular, Superlano insistía en madrugar para organizar giras, abrir casas de partido, reconstruir. Lo admira por esa fe irreductible, por esa forma suya de convertir la política en algo parecido a una causa familiar. Lo movía una vocación que no se apagaba ni siquiera en los peores días.

Su liderazgo, cuenta Adriana, surgió del trabajo, del recorrido, del roce con la gente. Fue así como se convirtió en una especie de brújula para Voluntad Popular, justo cuando más lo necesitaban. Lo hizo desde Barinas, y lo hizo sin pedir nada a cambio. Por eso, cuando el régimen lo persiguió —cuando en 2021 le arrebataron la gobernación que ganó con votos poniendo fin a la hegemonía de los Chávez—, Superlano eligió no encerrarse en el resentimiento. Se mantuvo firme, no por cálculo, sino por convicción. Y así fue como permitió que una opción de las fuerzas democráticas se impusieran en Barinas.

Porque, en el fondo, eso es lo que lo identifica: un hombre que cree que la política no sirve si no nace del amor por la tierra que se pisa. Un demócrata a carta cabal, describe Adriana. 

Y es precisamente esa vocación y esa convicción por la libertad de Venezuela, añade, lo que hace que un régimen que no entiende de principios democráticos fuera tras Superlano.

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En Barinas, la rutina familiar se quebró. Las videollamadas se extinguieron. Las clases improvisadas de historia al mediodía se acabaron. Las niñas, que no entendían la palabra preso, empezaron a sentir su peso sin necesidad de oírla. Empezaron a llorar, a rezar, a preguntar si la justicia existe. Empezaron a hacer dibujos en los que su papá aparece en casa, otra vez, sentado en la mesa, contando historias del Libertador o de la democracia.

Aurora, la madre, se divide entre Caracas y Barinas. Entre la defensa de su esposo y el cuidado de sus hijas. Entre la firmeza y el desgarro. Entre alzar la voz y guardar silencio para no herir. A veces, cuando escucha a su hija mayor decir que su papá no está preso, se obliga a creerle. A repetirlo por dentro como un mantra, acaso para que se haga realidad: no está preso, no está preso, no está preso.

Freddy Superlano no es un delincuente, como dice la Fiscalía. Tampoco es terrorista ni traidor a la patria. Lo dice Aurora. Lo sabe el país. Lo sabe el régimen. Es un político. Un docente. Un lector insaciable. Un padre que jamás se va a dormir sin dejarles una enseñanza a sus hijas. Es el hombre que, aún sabiendo que lo vigilaban, decidió quedarse en Venezuela. 

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En los libros que Aurora le hace llegar —más de cuarenta en un año—, Freddy busca consuelo y resistencia. Y quizás también un puente. Una manera de seguir siendo ese papá que enseña desde la palabra, aunque la palabra que más pesa en casa sea la que no se puede decir.

Tal vez un día la pequeña Aurora vuelva a pronunciarla. No con miedo ni dolor, sino con el alivio de haberla vencido. Tal vez, en vez de evitarla, diga en voz alta: “Mi papá fue preso político. Pero ya no lo es”. Tal vez ese día llegue pronto, como lo ha soñado y luchado su papá durante años.

Y ese día, la palabra “preso” dejará de ser un tabú, para convertirse en una cicatriz cerrada. Una que no duele más. Una que solo se mira para recordar de qué están hechas la memoria, la dignidad y la lucha.